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Desde El Zinco Jazz Club, viajero

Al tiempo de caminar por la vida, me encontré sobre mis pasos en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Hace varios años, poco más de una década, empezaba a andar sólo por las noches en las calles de la Ciudad de México. Aun me recuerdo diciéndole a mis padres la frase de “Voy por unos tacos a Boturini”como una especie de santo y seña para usar el auto y perderme en la vida nocturna de la Ciudad de México.

 

Quizá la afición por el Centro Histórico me vino por las mil y una anécdotas vitales que mi abuelo me contó, anécdotas que invariablemente derivaban en algún punto –cantina, cabaret, restaurante- del centro de la ciudad enmarcados bajo el nombre de El run run, El Hampel, entre muchos otros.

 

Recuerdo que de noche, tras varias veces de pasar por la esquina de Motolinia y 5 de mayo se podía observar una cortina de terciopelo rojo colgada en una estrecha y pequeña puerta. Todas las veces que pasaba por ahí pensaba en la clase de tugurio que habría detrás de ese grueso terciopelo. ¿Sería un resquicio de ficheras? ¿Un salón de baile? ¿Alguna sucursal de un table dance de moda? Varias veces intenté armarme de valor para entrar sólo -jamás me atreví a sugerirlo a mis colegas de juerga- y siempre terminé abortando-la-misiónunos pasos antes de llegar con el cadenero en turno.

 

Llegó el día en que el valor supero a la pena, o quizás fue la mezcla de hormonas y un buen fajo de billetes en la bolsa lo que me llevó a correr la cortina de terciopelo rojo de esa pequeña y estrecha puerta. Lo que hallé fue inesperado, incluso decepcionante para quien en esos momentos llevase un talante tan licencioso como el mío. Tras cruzar un corto vestíbulo a mi mano derecha aparecía una hermosa y larga barra con copas colgadas de cabeza y un hacendoso –y ocupado-barman. A mi mano izquierda, pegado a la pared un escenario con músicos de jazz que llenaban el salón de no más de 15 mesas con notas agridulces pero rítmicas, de esas que te hacen mover el pie en automático. Reconozco que hubo unos instantes en los que dudé en quedarme o en seguir mi búsqueda de nocturna voluptuosidad. Preferí quedarme.

 

Así fue como descubrí el Zinco Jazz Club, pero también descubrí algo más, algo que nunca hubiera podido hallar en algún tugurio de amores rentados. Descubrí que una sesión de jazz internacional, un par de bulls excelentemente preparados y una hamburguesa de portobello -la mejor que he comido en mi vida- pueden ser mucho más enriquecedores de lo pensado. En algún momento el Zinco me significó una especie de refugio ante la monotonía y la soledad no elegida. Tras el paso de los años el Zinco se ha vuelto un lugar al que gustosamente busco regresar acompañado de quienes sé verán algo más ahí que “…una cortina de terciopelo roja colgada en una estrecha y pequeña puerta”.

 

Escrito por Erick Aguilar

 

Aprendiz de ser humano, viajero en capacitación, bibliófilo consumado y sociólogo consumido

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