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Desde  La Espiga, viajero

Al tiempo de caminar por la vida, me encontré levantando la cortina de metal de una accesoria en un barrio cualquiera de la ciudad (sugiero maridar estas líneas con este video). Muy temprano al igual que muchas almas en este país que madrugan para abrir su negocio, preparar las máquinas, calentar el café, acomodar los panes o bien barrer y trapear el local comercial, en esta ocasión me tocó participar en la organización de un evento destinado al público en general. Abrir el local, barrer, acomodar sillas, cargar enseres, acomodarlos, etc. son actividades rutinarias que miles de personas realizan todos los días en una especie de rutina sagrada –el trabajo es sagrado- que evoca e invoca el sustento diario. La combinación de mañana, trabajo y sueño en los ojos me lleva a una época pasada.

 

Nos levantábamos a las 4.30 am. Abrigados nos subíamos a la camioneta cuya lamina expuesta a las bajas temperaturas de la bella airosa la hacían un perfecto congelador motorizado. A las 5 am. levantábamos la cortina de metal, el estridente chillido de los engranes al girar llegaba hasta el sótano en donde chocaba a duelo con la bocina de un radio viejo que expulsaba canciones norteñas que amenizaban el trabajo de tres hombres. Los trabajadores que habían estado preparando y horneando pan toda la noche nos escuchaban llegar y nos veían llenar cajas de bolillo y telera recién horneados. Entre bajar y subir cajas de pan del sótano a la camioneta, acercarme al amasijo por canastos de pan era el pretexto perfecto para calentarme un poco y sacudirme la helada madrugada de la ropa y piel. Tras cargar cajas de pan blanco y charolas multicolores de pan dulce en la vieja camioneta tipo Vannette volvíamos a bajar la cortina de la panadería dejando a los trabajadores justo como los encontramos, la estridente bocina se callaba con el último cerrojo de la cortina y entonces iniciaba nuestro día aún antes de que el sol clareara.

 

Sobre la autopista Pachuca-México, como el más feliz de todos los copilotos existentes, sentado sobre una cubeta volteada al revés con un cojín arriba vi tantos amaneceres como puede un niño de 12 años recordar y posteriormente apreciar a los 19 años como joven. La pista nos regalaba 25 kilómetros de camino para platicar y reír sin control -y eventualmente luchar contra el sueño por solo dormir entre 4 o 5 horas. El amanecer nos regalaba un sol en ciernes y el frio viento se metía por entre la lámina de la vieja camioneta no sé si para avivarnos.

 

Al día de hoy mucho de lo que cuento ha cambiado incluso desaparecido, sin embargo la semilla quedó bien sembrada y muy seguramente germinó siendo adicta al sol y buscando “…claridad para el camino…”

 

Escrito por Erick Aguilar

 

Aprendiz de ser humano, viajero en capacitación, bibliófilo consumado y sociólogo consumido

 

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