Al tiempo de caminar por la vida, me encontré con un inesperado compañero de viaje. En algún punto la adicción a la independencia, a no estar “atado” y a tener la menor cantidad de dependientes económicos es más que seductora. La última vez que una mascota me esperó en casa yo tenía 18 años y aún no había desarrollado el gusto por los largos viajes en soledad. Al pasar de los años, y ya libre sin ningún tipo de responsabilidad más allá de quienes se arriesgaban/arriesgan a convivir conmigo fui encontrando más razones para no tener una mascota…y más si es grande y peluda.
Recuerdo las jocosas y ocurrentes críticas a mi querida amiga Susy –una animalista empedernida y convencida- sobre la inconveniencia y los excesos que actualmente el ser humano comete para con los animales de compañía. Secretamente, yo intentaba convencerme a mí mismo de que la decisión de no tener una mascota –por más tiernas que sean- era la correcta. Al día de hoy mi sentido crítico de la sobreprotección y de las profundas carencias emocionales que muchos sujetos buscan subsanar con su animal de compañía sigue vigente y afilado; sin embargo, algo pasó este fin de semana.
De camino a la tienda vimos como una perrita con el rabo entre las patas intentaba entrar a dicha tienda de cuadra. La corrieron con una escoba y sentí cierta tristeza que intenté evadir volteando la cara para otro lado. De alguna manera el animalito nos siguió hasta la puerta de casa y se quedó afuera, algunas horas después salimos y ahí seguía. Fuimos a hacer un encargo, regresamos y todavía seguía ahí, temblando, con su cola entre las patas y un semblante patético –algunos dirían que tenía cara triste. La idea de adoptarla ya se había alojado en nuestra mente pero nadie se atrevía a ponerla en palabras. Mientras pensaba que un departamento no es lugar para un perro, que las pulgas, que la higiene, que el tiempo, que la paciencia, que la vida; el animalito vio una puerta abierta de una casa cercana e intentó meterse; una vez más la sacaron con la cola entre las patas se fue sola a acostarse al lado de una llanta de motocicleta a intentar capotear el frio y su soledad. La decisión estaba tomada.
La adopción de un perro callejero requiere paciencia, crear un vínculo de mutua confianza. Tras un par de horas de juegos y sobadas de panza al parecer nos habíamos ganado la confianza de la perrita, ahora había que instalarla. No me atreví a cargarla por miedo a que me moridera la cara y a las garrapatas. Cuatro lavadas con jabón especial antipulgas y una visita al veterinario después el único pendiente era ponerle un nombre y enseñarle donde orinar.
Hoy Husha vive con menos miedo, come 600 gramos de croquetas al día –o debería de-, aún se nota enormemente nerviosa pero quiero creer que jugar con la pelota y morder mis calcetines son señales de que es feliz. El veterinario nos dijo que tiene entre 6 y 8 meses de edad y que crecerá del tamaño de un labrador. Aún no sé cómo podrá vivir en un departamento entre workoholicos y adictos a la libertad, tampoco sé cuándo hará uso de su tapete entrenador. Lo que sí sé es que Husha duerme calientita y que será querida incluso consentida.
Escrito por Erick Aguilar
Aprendiz de ser humano, viajero en capacitación, bibliófilo consumado y sociólogo consumido