Home / Impacto  / Desde la casa de Tolita, viajero

Desde la casa de Tolita, viajero

Al tiempo de caminar por la vida, me encontré despidiendo a Tolita. Desde que recuerdo la tía Tolita tuvo el cabello cano, ensortijado y abundante. Junto con el tío Rubén educó a una niña y cinco niños en los valores del trabajo, la prudencia y la unión familiar. Hoy esos niños son adultos que han decidido libremente qué hacer con su educación.

 

Para el niño de seis años que se paseaba por los pasillos, la casa de la tía Tolita era una especie de mezcla entre museo, zoológico y taller. En la planta baja había muchas máquinas y olor a materias primas relacionadas con el negocio familiar: la panadería. En la especie de bodega-amasijo de la planta baja siempre había algo que me asombraba; desde el costal de piñones de más de 30 kilos hasta la revolvedora de masa de tamaño industrial. Incluso el pantera, verdugo perpetuo de los incautos roedores del lugar, era una atracción para mi infantil asombro.

 

En la planta alta de la casa estaba el enorme comedor donde cada fin de año la tía Tolita arreglaba la mesa tan fina y exquisitamente que para mis primos y para mí era totalmente creíble que algún Rey nos acompañaría en la cena. En la misma planta había una cantina con una especie de autor que adentro tenía vasos y que siempre me quede con ganas de empujar y juagar carreras con él. Junto a la cantina, acomodada cuidadosamente había una gran casa de muñecas que era la fascinación de mi prima Blanquita.

 

A la tía Tolita y al tío Rubén siempre les gustaron los pájaros. Tenían muchas jaulas que cada que me acercaba empezaban a revolotear como pequeños motorcitos cuyo impulso eran los pajaritos del interior. Recuerdo un loro verde que nunca me dejó tocarlo y que cada intento terminaba en la mordida de mi dedo índice. De vez en cuando ese loro escapaba de su jaula y caminaba los 7 metros entre la zotehuela y la cocina donde siempre podía encontrar a Tolita.

 

Tolita era una ama de la cocina. Algunas veces la acompañé al mercado y muchas veces la vi cocinar. De hecho me enseñó a hacer guacamole en molcajete. Nunca demostró la enorme dificultad de preparar la comida de una familia numerosa. Lo hacía tan natural que hasta parecía fácil. Tolita lavaba, planchaba, zurcía, hacía pastes y hasta sabía cuándo te peleabas sólo por ver que te faltaba un botón de la camisa. Tolita veía más de lo que los demás veían y nos conocía más de lo que estábamos dispuestos a conceder.

 

Muchos de los momentos más felices de mi infancia los pasé en casa de Tolita; con mis tíos en particular con Perico y Beto. Momentos que siempre fueron arropados por el halo protector y paternal de la tía Tolita y el tío Rubén. Quizá fue el tiempo, quizá fue la madurez o simplemente mi humana condición, pero con los años vino el alejamiento, el silencio –aunque por mi parte no el olvido- el caso es que Tolita se fue quedando poco a poco menos acompañada. Siempre lúcida, Tolita siguió con su vida en compañía de sus principios y de la familia que quiso acompañarla.

 

El martes Tolita se fue al mismo lugar donde se fueron mi abuela, el tío Rubén y seguramente también mi abuelo. La despedimos en su casa -¿dónde más?- y mientras me paseaba una vez más por los pasillos quise impregnarme una vez más de estos y muchos otros recuerdos que atesoro.

 

Hoy la tía Tolita ya no está. Un vacío enorme queda en el corazón. Sin embargo, las semillas plantadas por el tío Rubén y la tía Tolita están ahí, en forma de espigas, creciendo y a su vez dando pie a nuevas semillas. Ojalá la cosecha sea tan buena que llene de orgullo al tío Rubén y a la tía Tolita donde quiera que estén.

 

Escrito por Erick Aguilar

 

Aprendiz de ser humano, viajero en capacitación, bibliófilo consumado y sociólogo consumido

Linked in